Mi padrastro me daba 5 mil pesos al mes como dinero de bolsillo; después de que mi madre falleció, descubrí de dónde salía realmente ese dinero…

Nací y crecí en una familia sin padre, solo con mi madre y yo apoyándonos mutuamente para salir adelante. Mamá trabajaba como obrera en una maquiladora, desde la mañana hasta la noche, siendo madre y padre a la vez. Me enseñó a ser fuerte, aunque nunca me prohibió soñar con tener un papá.

Cuando tenía 12 años, mi madre se volvió a casar. El hombre se llamaba Manuel, ingeniero civil que se había mudado de Monterrey a la Ciudad de México por trabajo. Era tranquilo, poco hablador, pero yo no le tenía simpatía. No quería que nadie extraño irrumpiera en la vida que habíamos construido mamá y yo.

Aunque Manuel intentaba acercarse: me compraba pan dulce, me ayudaba con la tarea, me arreglaba la bicicleta vieja con la que iba a la secundaria… yo mantenía una distancia invisible. En mi cabeza siempre se repetía una frase: “Él no es mi papá.”

Fui creciendo. En la preparatoria, estudiando en otra ciudad, Manuel empezó a depositarme 5 mil pesos cada mes: lo llamaba “dinero de bolsillo”, para comidas, clases extras, libros. Yo nunca pregunté de dónde salía, y él nunca lo explicó. Pensaba simplemente que tenía dinero suficiente y quería darme ese apoyo.

Mi madre no decía mucho. Solo una vez, mientras me acariciaba el cabello, me dijo:

—Manuel te quiere como a un hijo. Algún día, tienes que tratarlo bien.

Yo no respondí.

Más tarde entré a la universidad, más lejos aún de casa. Los 5 mil pesos seguían llegando puntuales cada mes. Para entonces, mis sentimientos hacia él habían cambiado, pero todavía no podía llamarlo “papá”. Aun llevaba conmigo la desconfianza y la distancia, aunque él nunca me lastimó ni me faltó al respeto.

Cuando terminé la maestría, mi madre enfermó. El cáncer de hígado llegó como un huracán. Tres meses después, murió sin poder decirme una última palabra.

Mientras ordenaba sus cosas, encontré un sobre guardado en un cajón. Dentro estaba el convenio de divorcio entre mi madre y mi padre biológico, firmado cuando yo tenía apenas dos años. Allí se leía con claridad: “El padre biológico se compromete a enviar 10 mil pesos cada mes hasta que la hija termine la universidad.”

Me quedé en shock. Desde niña nunca escuché a mamá mencionar la manutención. Nunca vi a ese hombre. Cada mes yo solo recibía 5 mil pesos de Manuel.

Busqué el número de mi padre biológico y lo llamé. Apenas lo recordaba por una foto pequeña que mamá guardaba en su cartera. Del otro lado de la línea, me dijo con frialdad:

—Yo envié el dinero completo cada mes, nunca falté. Ya cumplí con mi obligación, ¿para qué me llamas ahora?

Me quedé helada. Sentí rabia. Me sentí engañada. Llevé el documento a casa, lo puse sobre la mesa frente a Manuel, y con lágrimas le pregunté:

—Ese dinero… todos estos años… ¿venía de mi padre biológico, verdad?

Manuel guardó silencio un buen rato. Luego abrió un cajón y sacó un cuaderno grueso. Dentro estaban anotados con cuidado todos mis gastos: colegiaturas, renta, libros, comidas, incluso los pasajes cuando volvía a visitar a mamá. Cada peso estaba registrado con orden, como si fuera algo sagrado.

Finalmente, solo dijo:

—Tu madre no quería que lo supieras… temía que te ilusionaras y volvieras a decepcionarte, como le pasó a ella.

Me rompí en llanto. Recordé la voz dura de mi padre biológico. Recordé todas las veces que traté con frialdad a Manuel. Y recordé, también, cómo él me cuidó todos esos años: aquella vez que enfermé y pasó la noche entera a mi lado con compresas y caldo; o la vez que, bajo la lluvia, se descompuso mi moto y él fue quien llegó a rescatarme.

A la mañana siguiente, me acerqué a su cuarto y toqué suavemente la puerta. Estaba sentado, mirando en silencio la foto de boda con mi madre. Le llamé con un hilo de voz:

—Papá…

Él volteó, sorprendido. Después asintió despacio, con los ojos húmedos.

—Ya que despertaste, ven a desayunar. Hoy te hice tu platillo favorito.

Lo dijo con la voz temblorosa, porque también era la primera vez que él se llamaba a sí mismo “papá” frente a mí. Ese desayuno fue solo huevo con frijoles y sopa de verdolagas, pero jamás me supo tan cálido.

En ese instante comprendí: ese era mi verdadero padre. No por la sangre, sino por el amor silencioso con el que me protegió durante tantos años. Y entendí que aquellos 5 mil pesos que recibía cada mes no eran una mentira para engañarme, sino un pacto de amor: el deseo de que creciera sin rencor, sin esperar nada de alguien que se había marchado.

Advertisement ×