Familia de Nueva Quechula en Chiapas desaparece en 1998 — 6 años después, algo enterrado aparece…

La Nissan Estaquitas del 92, blanca con rayas azules descoloridas por años de trabajo en las carreteras polvorientas de Chiapas, se detuvo de golpe sobre la terracería seca. Las marcas de frenado quedaron impresas en el suelo como cicatrices que nadie podría borrar. Era una noche de septiembre en Nueva Quechula, un pequeño poblado donde el tiempo parecía detenerse, pero esa noche, cuatro siluetas caminaron hacia las ruinas de una iglesia colonial que el río había reclamado décadas atrás. Al amanecer, solo quedó el silencio y un reloj plateado que esperaría seis años bajo la tierra para contar su historia.

El sol caía implacable sobre los techos de lámina cuando Julián Mendoza, de 35 años, ajustaba las correas que sujetaban los costales de maíz en la caja de su camioneta. La piel curtida por el sol y un bigote espeso enmarcaban una sonrisa fácil, la misma que mostraba cuando hablaba con los marchantes del tianguis de Tecpatán. Julián era un hombre sencillo, trabajador, acostumbrado a la dureza del campo y a las largas jornadas bajo el cielo abierto.

Esa mañana, sábado 19 de septiembre de 1998, como cada fin de semana, Julián se levantó antes del amanecer para preparar el viaje. En su muñeca izquierda brillaba un reloj plateado, un Timex con pulsera metálica que su cuñado le había regalado dos años atrás, y que consultaba constantemente durante sus rutas. La casa de los Mendoza García era modesta, con paredes de tabique gris y techos de lámina corrugada. El patio trasero albergaba un pequeño corral donde cabras y gallinas criollas se disputaban el espacio, y el suelo de tierra apisonada era barrido cada mañana por Reina, su esposa.

Reina García, de 32 años, tenía las manos ásperas de quien conoce tanto la aguja de coser como la masa del maíz. Sus vestidos florales, cosidos por ella misma, llevaban siempre algún detalle que delataba su oficio: un dobladillo perfecto, una costura invisible. Esa mañana había elegido uno con flores pequeñas sobre fondo blanco porque después del tianguis irían a la iglesia y quería verse presentable ante los santos de piedra carcomida.

Lupita, la mayor de los hijos, tenía 12 años y el cabello negro como la obsidiana de los volcanes de la región. Sus trenzas largas enmarcaban un rostro serio para su edad, con ojos que parecían absorber cada detalle del mundo que la rodeaba. En la escuela primaria era conocida por sus dibujos, flores, casas y rostros de sus compañeros, que cuidaba como tesoros.

Emilio, de 8 años, era todo lo contrario a su hermana: tímido y reservado, se escondía detrás de las piernas de su madre cuando llegaban visitantes desconocidos. Su mundo giraba alrededor de su bicicleta azul Benoto, una reliquia que había pertenecido a un primo mayor y que cuidaba con devoción religiosa.

El tianguis de Tecpatán se extendía bajo lonas multicolores que protegían del sol a vendedores y compradores. Era el corazón comercial de la región cada sábado, donde campesinos de rancherías cercanas intercambiaban productos, noticias y chismes. Reina extendió su petate junto al puesto de verduras de doña Carmen y acomodó los tamales oaxaqueños envueltos en hojas de plátano. El vapor desprendía un aroma que atraía a los primeros clientes antes de las siete.

Julián recorría los pasillos buscando algún flete de regreso, algún encargo que justificara el viaje en gasolina. Los niños se quedaron cerca del puesto de su madre, explorando entre juguetes y golosinas. Lupita soñaba con los dibujos que haría en los cuadernos nuevos, y Emilio observaba las bicicletas usadas con curiosidad.

Al mediodía, Reina había vendido casi todos sus tamales y Julián había conseguido un flete para el lunes: transportar costales de frijol desde una finca hasta el mercado de Tuxtla Gutiérrez. Era un buen día de trabajo, suficiente para comprar lo necesario y algo extra para los niños.

Cuando el sol comenzó a declinar, la familia empacó y subió a la camioneta. Julián revisó su reloj: las 4:30 de la tarde. Aún tenían tiempo para cumplir con el plan que habían comentado durante el desayuno: visitar las ruinas de la iglesia colonial de Quechula, que habían quedado al descubierto por la temporada seca.

La iglesia de Quechula, construida en el siglo XVI por frailes dominicos, quedó sumergida en 1966 cuando se llenó la presa Nesawalcoyotle. Solo en las épocas más secas, los muros emergían del agua como fantasmas del pasado. Para Reina era un lugar sagrado, tocado por la historia y la naturaleza, donde quería rezar y cumplir una promesa hecha meses atrás.

La Nissan tomó la terracería que llevaba hacia el río. Julián conducía con cuidado, esquivando piedras y baches profundos. Emilio dormía recargado contra el hombro de Lupita, mientras ella observaba el paisaje que cambiaba lentamente.

Reina revisaba su bolsa donde guardaba algunas velas compradas en Tecpatán. El plan era encenderlas frente a los restos del altar de la iglesia.

Al llegar a una bifurcación, Julián consultó su reloj y eligió el camino más directo hacia la orilla del río. El motor se mezclaba con el canto de los grillos y el murmullo del agua.

Al detenerse en un claro, la familia vio las ruinas: muros de piedra gris con arcos que sostenían el techo de la nave principal, un espectáculo sobrecogedor. Julián apagó el motor y bajó para inspeccionar el terreno irregular.

Reina tomó de la mano a Emilio, y Lupita exploraba los muros cubiertos de una capa verdosa y caracoles. Emilio recogía piedrecitas de colores, disfrutando de su pequeño tesoro.

Julián consultó su reloj: las 6:30. El atardecer llegaba rápido, pero Reina estaba absorta en sus oraciones.

Nadie en la familia Mendoza García imaginaba que alguien los observaba desde la distancia. La tranquilidad se rompió con el sonido de un motor acercándose. Dos hombres bajaron de una camioneta pickup roja y saludaron con un gesto aparentemente amistoso.

Julián correspondió, pero algo le decía que debía mantenerse alerta. Reina apretó la mano de Emilio y Lupita se acercó a sus padres, sintiendo una tensión imposible de ignorar.

Los hombres, curtidos por el sol y con manos callosas, caminaron despacio hacia ellos. Uno llevaba camisa blanca y sombrero de palma, el otro una playera oscura y pantalón de mezclilla. Su manera de observar la camioneta y a la familia no parecía casual.

El hombre del sombrero tocó la camioneta como si ya la considerara suya. Julián trató de mantener la calma y dijo que preferían ir solos. Pero la invitación a hacer el viaje juntos por seguridad pronto se convirtió en una amenaza.

Los hombres mostraron armas y ordenaron entregar las llaves. Julián, con manos temblorosas, obedeció.

Los hombres llevaron a la familia a un claro alejado, donde prepararon sacos de lona, cadenas y un bidón de diésel. Julián fue amarrado a un árbol, mientras Reina abrazaba a sus hijos.

El hombre del sombrero explicó que no era personal, que era “trabajo”. Julián recordó un flete reciente donde había transportado costales más pesados y ruidosos de lo normal, sospechando que contenían algo ilegal.

Los captores confirmaron que Julián había visto algo que no debía y que don Aurelio, un hombre respetable que pagaba bien, era en realidad parte de una red de narcotráfico que eliminaba testigos.

Mientras los hombres preparaban todo para hacer desaparecer a la familia, un motor se acercó. La tensión aumentó y Julián aprovechó la distracción para liberarse parcialmente.

Reina se lanzó contra el captor para darle tiempo a Julián de escapar. Julián corrió hacia las voces, que resultaron ser policías estatales.

Comenzó un enfrentamiento armado. La familia permaneció oculta, temiendo por sus vidas.

Finalmente, los policías llegaron y arrestaron a los captores. La familia fue rescatada, herida pero viva.

El juicio reveló la red criminal y la verdad sobre don Aurelio y Macedonio Vázquez, el hombre del sombrero. Ambos fueron condenados a largas penas.

La familia regresó a Nueva Quechula, marcada para siempre, pero con la esperanza de un futuro mejor.

Lupita y Emilio intentaron recuperar su vida, aunque el miedo y la tristeza dejaron huellas profundas.

La familia encontró en la comunidad un apoyo inesperado. Julián dejó los fletes de larga distancia y se dedicó a actividades locales.

Reina se refugió en la cocina y en sus tamales, mientras Lupita y Emilio crecían con la sombra de aquella noche.

El reloj plateado, testigo silencioso, fue vendido para ayudar a pagar estudios, pero nunca olvidaron el tiempo que marcó la noche que cambió sus vidas.

Meses después del juicio, la familia enfrentó una apelación presentada por los abogados de Macedonio Vázquez, quienes cuestionaron la validez de los testimonios y la evidencia.

Las audiencias fueron tensas y agotadoras. Lupita sorprendió con la precisión de sus recuerdos, y Reina defendió con valentía la verdad de lo vivido.

Finalmente, la sentencia fue confirmada y los culpables permanecieron en prisión.

La familia volvió a Nueva Quechula con la esperanza de sanar. Julián redujo sus viajes y se centró en su comunidad.

Los niños retomaron sus actividades, aunque marcados por la experiencia.

Reina encontró consuelo en su trabajo y en la familia.

El reloj que Julián llevaba aquella noche se convirtió en un símbolo: del tiempo que pasó en la oscuridad, de la lucha por la vida, y del regreso a la luz.

Cuando finalmente Julián decidió venderlo para ayudar a los estudios de Lupita, supo que ya no necesitaba medir el tiempo con miedo.

La historia de la familia Mendoza García es un testimonio de resistencia, amor y justicia.

Muestra cómo, incluso en la noche más oscura, la esperanza puede prevalecer.

Es una advertencia sobre los peligros ocultos en trabajos aparentemente inocentes, y un llamado a la vigilancia y solidaridad comunitaria.

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