La madrugada del 17 de noviembre de 2021 comenzó como cualquier otra en la pequeña ciudad industrial de Fairview, al norte de Estados Unidos. En la estación de policía los agentes de turno luchaban contra el sopor del café frío y el ruido constante de las pantallas. Los informes de aquella noche eran rutinarios: una discusión doméstica, un automóvil abandonado, un robo menor en una gasolinera. Nada que anticipara lo que estaba a punto de suceder. A las 2:17 de la mañana una llamada irrumpió en la línea de emergencias. Una voz femenina, distorsionada, jadeante, dijo apenas unas palabras: “Hay alguien… encadenado… bajo tierra…”. Después se escuchó un golpe seco y el silencio absoluto. El rastreo localizó la señal en un barrio industrial olvidado, un lugar condenado al abandono desde hacía décadas. Nadie vivía allí, salvo algún vagabundo ocasional.
Dos oficiales fueron enviados a inspeccionar. Al llegar, la patrulla avanzó por entre galpones oxidados y ventanas tapiadas. Uno de los edificios mostraba una pared de cemento fresco que no encajaba con la ruina general. Al golpearla, un olor agrio de mezcla reciente confirmaba que alguien había trabajado allí hacía poco. Tras derribar parte del muro apareció una escalera descendente. El aire que escapó era pesado, húmedo, con un hedor rancio imposible de ignorar. La linterna iluminó cadenas colgando del techo y charcos de humedad en el suelo. En un rincón, encadenada a un pilar, había una mujer joven en estado de absoluta desnutrición. Vestía harapos y sus ojos, enormes, abiertos como si hubieran olvidado cómo parpadear, quedaron fijos en la luz que de pronto la alcanzaba. No gritó, no lloró, solo observaba. Cuando la liberaron, murmuró con un hilo de voz: “No soy la única”.
El hallazgo estremeció a todos. La mujer era Rebecca Miles, desaparecida en 2012 a los diecisiete años. Durante casi una década había permanecido a escasos kilómetros de su familia, enterrada viva en un sótano sin que nadie lo sospechara. Su caso había sido archivado, uno más entre tantos expedientes olvidados. El sótano revelaba algo peor: colchones podridos, frascos de medicamentos vencidos, restos de ropa. En un rincón había un cuaderno con frases incoherentes como “el silencio es obediencia” y listas de fechas que coincidían con desapariciones en otros condados. Rebecca no era la primera y, quizá, tampoco la última.
Las investigaciones llevaron a Howard Keller, un hombre de 54 años, antiguo empleado de la fábrica. Vecinos lo describían como solitario y extraño, siempre rondando edificios que todos daban por muertos. Fue arrestado al amanecer con las manos manchadas de cemento y una sonrisa perturbadora. “Sabía que tarde o temprano entrarían”, dijo al ser esposado. En los interrogatorios no negó nada, pero tampoco explicó. Contestaba con enigmas: “¿Quién decide quién merece ver la luz?”, “La jaula protege más de lo que castiga”, “Yo solo continué lo que otros empezaron”. Cada frase aumentaba la sensación de que no actuaba solo.
Mientras tanto, Rebecca apenas podía articular frases largas. Pasaba horas mirando la ventana del hospital, como si la luz del sol fuese un fenómeno incomprensible. Los psicólogos describieron su estado como un síndrome de cautiverio extremo. Entre balbuceos repetía: “No era solo él… había pasos… voces… otras llaves que sonaban en la oscuridad”. Sus palabras abrían la posibilidad de que existiera más de un captor y que otros sótanos aún escondieran horrores.
La ciudad entera colapsó emocionalmente cuando la noticia se hizo pública. Familias con fotos de sus seres queridos desaparecidos se agolparon en la comisaría preguntando si en el diario aparecía el nombre de sus hijos, de sus esposas, de sus hermanos. Los medios bautizaron el caso como “El sótano de las cadenas”. Imágenes filtradas mostraban a policías llorando al descubrir la escena, algo inusual en profesionales acostumbrados a la violencia. La pregunta era inevitable: ¿cómo pudo permanecer oculta durante tantos años una prisión subterránea en pleno corazón de la ciudad?
El país entero quedó en shock. Las autoridades fueron criticadas por no haber registrado antes aquellos edificios. Las desapariciones, ahora conectadas, señalaban un patrón ignorado durante demasiado tiempo. En su primera audiencia Keller sonrió frente al tribunal y, cuando el juez le preguntó si tenía algo que declarar, respondió: “Si abren un sótano, prepárense para lo que salga”. Nadie supo a qué se refería exactamente, pero el eco de sus palabras dejó a todos helados.
Hoy, el caso sigue abierto. Rebecca sobrevivió, pero sus recuerdos son fragmentos que no logran reconstruir una década de cautiverio. En el diario de Keller aún hay nombres sin identificar y cada familia rota espera respuestas. Los investigadores continúan explorando viejos edificios industriales, temiendo descubrir lo que nadie quiere ver. Porque aquella madrugada, en Fairview, se abrió más que un muro: se abrió una herida en la conciencia colectiva. Y lo más perturbador es que, según las últimas declaraciones de Rebecca, lo encontrado en ese sótano no fue más que el principio.