EL PAN DURO Y EL SUEÑO QUE NO SE ROMPIÓ
—¿Te queda algo de ayer? —preguntó Liam, metiendo la mano en la bolsa rota donde guardaban los restos de pan.
—Un trozo —respondió Matheo, su hermano mayor, pasándoselo sin mirarlo.
Tenían 17 y 19 años. Vivían solos desde hacía seis meses, en una habitación prestada por un amigo de su madre, que había emigrado. El padre, ausente desde hacía años. La vida, cruda desde que tenían memoria.
Liam era más pequeño, pero su voz tenía una firmeza extraña. Tal vez por las veces que tuvo que quedarse en casa mientras Matheo limpiaba coches para pagar la electricidad.
—¿Y si vendemos la bici? —propuso una noche, cuando la cena fueron dos vasos de agua caliente con sal.
Matheo lo miró como si le acabaran de insultar a la madre.
—¿La bici? ¿Nuestra bici?
—Sí… no la usamos desde que tú trabajas.
—¿Y cómo crees que empecé a trabajar? Esa bici me llevó a todos los semáforos, a los talleres, a lavar coches. ¿Tú crees que los trabajos llegan solos?
Liam bajó la cabeza. Sabía que su hermano tenía razón. Pero también sabía que había algo que Matheo no decía: que estaba cansado, que a veces lloraba en silencio por las noches, que se había rendido por dentro aunque caminara derecho por fuera.
—Yo quiero estudiar, Matheo —dijo una tarde, con la voz baja—. No quiero terminar recogiendo latas.
—¿Y cómo lo vas a pagar, Liam? ¿Con fe?
—Con lo que sea. Pero no me quiero morir sin intentarlo.
Matheo no respondió. Le revolvió el pelo con ternura y salió a buscar trabajo otra vez.
Pasaron semanas sin respuesta. Hasta que un día, mientras ayudaba a mover cajas en un almacén, Matheo se desmayó. Estaba deshidratado, con fiebre, y había dormido apenas dos horas la noche anterior.
En el hospital, lo atendieron rápido. No era grave, pero necesitaba reposo.
—Hermano, basta —dijo Liam, firme—. Me toca a mí ahora.
—¿Tú?
—Yo. Voy a buscar algo. No puedo seguir siendo una carga para ti.
Y así lo hizo. Liam comenzó a cuidar perros en el barrio. Paseaba tres al mismo tiempo, a veces cuatro. Se hizo conocido. La gente empezó a confiar en él. Un día, un hombre de traje lo llamó al portal.
—¿Tú eres Liam?
—Sí, señor.
—Mi madre es mayor. Tiene un perro, un pastor alemán. No puede sacarlo sola. ¿Te interesaría ayudarla?
—Claro que sí.
—Págale tú. Yo me encargo del resto.
Liam no entendió del todo. Pero aceptó. Cada día, iba a casa de la señora, la escuchaba contar historias de su juventud mientras acariciaba al perro, y después salían a pasear.
—Eres como un nieto para mí —le decía ella—. Pero con más paciencia.
Una tarde, el hijo de la señora lo esperó en la puerta.
—¿Has pensado en estudiar?
—Sí, pero no puedo.
—¿Por qué?
—Porque cuesta. Y porque no tengo tiempo.
—¿Y si tuvieras una beca?
Liam se quedó mudo.
—Tengo una fundación. Ayudamos a chicos con tu perfil. Buen corazón, ganas de superarse y sin recursos. ¿Te interesa?
Liam no respondió. Corrió. Lloró. Rió. Se tiró al suelo. Y cuando volvió a la casa, llamó a Matheo por teléfono.
—Hermano… voy a estudiar.
—¿Qué?
—Voy a estudiar.
Silencio.
—¿De verdad?
—Sí. Pero necesito que me prestes la bici.
Matheo soltó una carcajada y lloró como no lloraba desde niños.
Hoy, Liam está en segundo año de veterinaria. Matheo trabaja con él, paseando perros y ayudando en la pequeña empresa que montaron juntos: “Huellas Hermanas”.
Porque a veces el pan falta, pero el hambre de superarse no.
Y porque cuando un sueño se comparte, se hace fuerte. Aunque el mundo te ofrezca cartones, tú puedes construir alas.