Desaparecieron en un viaje familiar en 1998… Veinte años después, un dron reveló una verdad que nadie estaba preparado para ver

La historia comienza en un caluroso mes de agosto de 1998, cuando la familia Morrison decidió emprender un viaje por carretera a través de los bosques del sur de Kentucky, en los Estados Unidos. Era una escapada planeada con meses de antelación, una forma de reconectar como familia lejos de la rutina y el bullicio de la ciudad. El padre, James Morrison, un técnico de comunicaciones de 42 años; su esposa, Diane, maestra de primaria; y sus dos hijos, Lily de 11 años y Thomas de 9, partieron en su furgoneta familiar rumbo al Parque Nacional Mammoth Cave, uno de los sistemas de cuevas más grandes y complejos del mundo.

Lo que parecía un viaje ordinario, pronto se convirtió en un misterio nacional. La familia nunca llegó a su destino. No hubo llamadas, ni señales de auxilio, ni siquiera un error mecánico registrado. Días después, las autoridades encontraron su furgoneta estacionada a un lado de una carretera secundaria, cerca de una zona boscosa. Estaba intacta, con las llaves aún en el encendido y una nevera portátil medio vacía en el asiento trasero. Pero no había ni rastro de los Morrison.

La desaparición fue cubierta por los noticieros locales y nacionales. Se movilizaron voluntarios, perros rastreadores, helicópteros y drones (aunque mucho más limitados que hoy). Se inspeccionaron cuevas cercanas, se buscaron señales en lagos y ríos, incluso se consultó a videntes. Nada. Los Morrison parecían haberse desvanecido por completo.

Durante años, el caso permaneció abierto. Algunos creían que se trataba de un secuestro planeado. Otros apuntaban a un accidente trágico en una de las muchas cavernas sin explorar. Los más escépticos murmuraban teorías aún más oscuras: tráfico de personas, rituales, experimentos secretos. Pero ninguna hipótesis pudo sostenerse sin pruebas. Eventualmente, el interés público se desvaneció y la familia fue declarada legalmente muerta en 2005.

Pasaron dos décadas. La carretera donde se encontró el vehículo se convirtió en parte de una ruta de senderismo cerrada al tráfico. La naturaleza recuperó su territorio, ocultando aún más los posibles rastros de aquella tragedia. Hasta que, en 2018, un descubrimiento inesperado reavivó el caso con una intensidad que nadie imaginó.

Un equipo de biólogos, encargado de estudiar migraciones de murciélagos en la región, utilizaba drones de alta precisión con sensores térmicos y cámaras LIDAR para mapear entradas subterráneas. Una noche, uno de los dispositivos detectó una irregularidad en una zona nunca antes registrada: una cavidad artificial, rectangular, enterrada bajo capas de raíces y vegetación, oculta a simple vista.

Los datos mostraban algo perturbador. Había calor residual proveniente del interior, a pesar de que, según los mapas y autoridades, allí no había ninguna construcción. Al revisar las imágenes térmicas cuadro por cuadro, uno de los técnicos creyó ver movimiento: una figura humana, o al menos una silueta.

El equipo alertó discretamente a las autoridades. Dos días después, personal del FBI y la policía estatal llegó a la zona. Lo que encontraron, después de remover escombros y tierra compactada, fue una compuerta metálica cerrada desde fuera con un sistema de bloqueo oxidado. Al abrirla, descendieron por una escalera en espiral que los condujo a una sala subterránea de aproximadamente 40 metros cuadrados.

No se revelaron todos los detalles de lo que había allí dentro, al menos no de inmediato. Lo poco que se filtró a la prensa fue suficiente para generar pánico y teorías aún más aterradoras. En una de las paredes, había fotografías antiguas, algunas enmarcadas, otras simplemente clavadas con tachuelas. Varias mostraban a los Morrison.

En una esquina, se hallaron objetos personales: una pulsera infantil con el nombre “Lily”, una libreta con dibujos y hasta una grabadora portátil con una cinta dentro. Los expertos tardaron semanas en procesar el contenido. Lo que contenía aquella grabación, según fuentes no oficiales, era la voz de un niño murmurando frases confusas, como si hablara consigo mismo o con alguien invisible. La calidad del audio era baja, pero se lograron rescatar algunas palabras: “oscuro”, “puerta”, “mamá duerme”.

La comunidad local revivió el trauma con más fuerza que nunca. Grupos en redes sociales resurgieron, personas mayores contaron historias que habían callado por décadas: luces extrañas en el bosque, ruidos metálicos, figuras entre los árboles. Lo que antes eran rumores sin sentido, ahora se veían bajo otra luz.

Las autoridades, por su parte, mantuvieron el silencio. Se habló de una investigación federal en curso, pero ningún comunicado oficial dio respuestas claras. ¿Quién construyó esa sala? ¿Qué función tenía? ¿Cómo llegaron allí objetos de los Morrison? ¿Y qué significaban las siluetas térmicas captadas por el dron?

Lo único que se sabe con certeza es que desde ese descubrimiento, la zona fue sellada y declarada de “acceso restringido por razones de seguridad pública”. Patrullas armadas vigilan el perímetro, y las rutas de senderismo cercanas fueron canceladas.

Para muchos, la falta de respuestas es más inquietante que el misterio mismo. El caso ha inspirado documentales, investigaciones independientes y miles de teorías. Pero aún no hay una sola persona que pueda decir, con pruebas, qué pasó con la familia Morrison.

Y sin embargo, hay algo aún más perturbador: en 2023, otro dron, esta vez privado, captó una imagen a 3 km de la sala descubierta. La imagen muestra una nueva estructura… y algo más.

Pero esa… es otra historia que aún no nos atrevemos a contar.

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