“Por favor, TE LO RUEGO, DESÁTAME” — El Ranchero se quedó paralizado y luego rompió la tradición
Aquel día el sol fue implacable. Su calor abrazador se abatía sobre el suelo del desierto hasta que la misma tierra parecía gemir. Y allí, en medio de aquel páramo vacío de polvo y roca, yacía una joven atada con las muñecas sujetas a estacas de hierro clavadas profundamente en el suelo.
Sus tobillos estaban tan apretados que la soga le mordía la piel. Estaba extendida como una presa ofrecida al sol. Su vestido estaba rasgado, los labios agrietados y sangrantes, y el sudor le pegaba el cabello al rostro. Cada respiro era superficial, cada movimiento una lucha. La multitud de aldeanos se mantenía a distancia, en silencio, con los ojos fijos en ella. Algunos apartaban la mirada, demasiado avergonzados.
Otros observaban con fría satisfacción, como si su sufrimiento diera sentido a sus propios temores. Al frente de todos estaba Silas Vélez, el jefe del poblado, un hombre con la mirada afilada como la de un halcón y una voz que pesaba como sentencia. Su mano descansaba sobre el mango de látigo, aunque no necesitaba usarlo.
Las hogas y el sol eran castigo suficiente. La voz de Vé rompió el silencio. Así es la costumbre de nuestros padres, proclamó señalando a la muchacha. Si sobrevive tres días bajo la mirada de los cielos, quedará libre. Si muere, su culpa quedará probada. Esa es nuestra ley. Nadie se atrevió a desafiarlo.
Los aldeanos asintieron lentamente. Algunos murmuraron plegarias, otros escupieron en la tierra como para sellar el ritual. El nombre de la muchacha era Abigail de Auson. Tenía apenas 23 años. Había sido acusada de robar el oro de las reservas del pueblo y Vé la había señalado como ladrona. Ella lo negó con cada fibra de su ser, pero sus palabras no tenían peso frente a la autoridad de aquel hombre.
Ahora yacía allí, atada e indefensa, con la piel ardiendo bajo el sol despiadado. Su voz se quebró mientras trataba de clamar, “Por favor, se lo ruego. No hice nada, por favor.” Pero el viento del desierto arrastró su súplica y la gente solo miró. Los niños se aferraban a sus madres. Los ancianos cruzaban los brazos.
Nadie dio un paso al frente. Para ellos, aquello no era crueldad, era justicia, era tradición. [Música] Estás escuchando OZK Radio, narraciones que transportan. El sol caía a plomo cuando un sonido distinto quebró el sopor del desierto, el retumbar de cascos acompasados como el eco de un tambor lejano que anunciaba algo inevitable. Abigail apenas levantó la cabeza.
Sus párpados eran plomo, su boca estaba seca como ceniza. Entre la neblina ardiente de calor distinguió una silueta oscura que se recortaba contra la línea del horizonte. Un jinete solitario avanzaba despacio como quien no conoce la prisa ni la duda. El caballo se detuvo a unos pasos resoplando con espuma seca en el hocico.
El hombre desmontó con un movimiento pesado, sin florituras. Su bota hundió el polvo con un crujido seco. Caminó hacia la joven extendida en la arena con una calma que resultaba inquietante, como si ni el sol ni la muerte lo apresuraran. Era un hombre maduro. Su espalda recta hablaba de disciplina, pero su andar tenía el peso cansado de quien ha caminado demasiado.
El sombrero le cubría la frente y la sombra ocultaba parte de su rostro, aunque bastaba un vistazo para notar la piel marcada por arrugas ondas, cicatrices viejas y una barba entre cana que no buscaba disimular nada. Su presencia imponía, no por la violencia que emanara, sino por la serenidad con que se plantaba frente a la desgracia. se quedó quieto de pie frente a Abigail sin hablar.
Solo dejó que su sombra la cubriera un instante del sol despiadado. Ella sintió el alivio mínimo de esa oscuridad sobre la piel enrojecida y por un segundo creyó estar soñando. El hombre la miró desde arriba. No había compasión en su gesto, tampoco frialdad, solo una especie de cansancio antiguo, como de alguien que ya había visto demasiado sufrimiento en la vida.

Cuando por fin habló, su voz era grave, áspera, como piedra arrastrada por el río. Eres culpable. El viento se llevó parte de sus palabras, pero Abigail las entendió. Intentó contestar, aunque apenas le quedaba aire. Su voz salió rota, quebrada como madera seca. No tosió. Se lo juro, no lo soy. El hombre inclinó la cabeza como calibrando el peso de esa respuesta. Sus ojos eran dos brazas apagadas que parecían medir cada parpadeo de ella.
Había aprendido a desconfiar de las palabras, pero también a reconocer la verdad en la mirada. Y lo que vio no fue el brillo del engaño, sino el reflejo de la desesperación absoluta. No añadió comentario, solo soltó un resoplido por la nariz y bajó la vista hacia las cuerdas.
Sacó un cuchillo de hoja gastada que brilló un instante bajo el sol y lo deslizó contra la soga de las muñecas. El cuero se dio con un chasquido áspero. Abigail cerró los ojos de golpe, como si el simple hecho de sentir sus brazos libres fuera demasiado irreal. La piel de sus muñecas estaba en carne viva, marcada con surcos rojos que ardieron al primer rose del aire.
El hombre pasó entonces al amarre de los tobillos. La cuerda estaba empapada en sudor y sangre seca. El filo del cuchillo la partió y por un momento las piernas de la joven no reaccionaron. permanecieron rígidas, inútiles. Sin pedir permiso, él se inclinó y la levantó. Su cuerpo tembló al sentirlo cargarla, tan liviana como si el desierto ya hubiese devorado la mitad de su existencia.
El forastero no mostró esfuerzo, aunque sus brazos denotaban más costumbre de trabajo que de ternura. La llevó hasta el caballo con cuidado brusco. Ese cuidado rudo de los hombres del oeste que protege sin suavidad la acomodó sobre la montura. Ella se sostuvo débilmente, tambaleante. El hombre sacó de la alforja una cantimplora y se la acercó a los labios. El agua tibia corrió como un milagro.
Ella bebió con torpeza. Parte de líquido se escurrió por su barbilla, pero aún así sintió renacer el aliento. Por un momento, Abigail quiso decir algo, agradecer, explicar, pero las palabras se le atragantaron. El hombre ya estaba recogiendo las hogas cortadas como quien borra huellas de un acto prohibido. A lo lejos, en un promontorio de roca, se movió una silueta, luego otra.
Dos hombres ocultos entre las piedras observaban todo. Habían sido enviados por Vé para vigilar y lo que vieron era suficiente para correr de vuelta con la noticia. Un extraño había quebrado la ley. Un extraño se había atrevido a desafiar la voluntad del jefe. El forastero lo sabía. Levantó la vista hacia ese mismo promontorio, aunque no alcanzara a ver los ojos que lo espiaban, gruñó apenas un sonido bajo y ajustó las riendas.
Ese gesto sencillo, cortar unas cuerdas, dar un sorbo de agua, cargar a una condenada sobre su caballo, había sellado un destino. No era un rescate cualquiera, era el inicio de un conflicto que pronto prendería como pólvora. El hombre subió al caballo detrás de ella, la sostuvo firme y, sin mirar atrás, espoleó la bestia. El viento arrastró la primera nube de polvo bajo sus cascos y con ella la certeza de que el pueblo jamás olvidaría aquel desafío.
El caballo avanzaba con paso cansado, levantando un hilo de polvo en el aire quieto. Abigail apenas se mantenía erguida en la montura, sostenida por la mano firme del forastero que la acompañaba. El silencio del desierto se rompía solo con el jadeo del animal y el suspiro entrecortado de la muchacha. Entonces un grito rasgó el viento. Alto ahí, forastero. Elías Macrae tiró suavemente de las riendas. El caballo resopló y se detuvo.
Sus ojos buscaron la voz y pronto distinguió un grupo de jinetes que bajaban por la vereda, bloqueando el camino. Al frente cabalgaba así las veles, con el rostro tenso y los ojos brillando de furia. “¿Creíste que podías marcharte así nada más?”, escupió Vélez, clavando la vista en la figura de Abigail sobre la montura.
Has roto la ley de este pueblo. Has escupido sobre la memoria de nuestros padres. Elías no contestó. Su rostro seguía impasible, tallado en piedra. Acomodó a la muchacha contra el arco de la silla, asegurándose de que no resbalara, y recién entonces desmontó. Su bota se hundió en la arena levantando una nube de polvo. Los hombres de Vé avanzaron unos pasos.
Eran cuatro, curtidos por el desierto, cada uno con un arma a la mano, un garrote, un cuchillo, un revólver ya medio desenfundado y otro que no apartaba la vista de las órdenes de su jefe. Ves alzó una mano conteniendo el avance. Su sonrisa no alcanzaba a ocultar el nerviosismo. “Ríndete, extraño, entrégala y tal vez aún conserves la vida.
” Elías levantó la vista. Sus ojos eran claros y fríos, tan serenos que resultaban más amenazantes que un arma. No dijo palabra y ese silencio fue suficiente para encender la chispa. El primero en lanzarse fue el delgarrote. Corrió hacia él con un grito ronco, levantando la pesada madera. Elías dio un paso lateral esquivando el golpe y descargó un puño seco en el estómago del atacante.
El hombre se dobló en dos, escupiendo aire y se desplomó de rodillas. El garrote cayó al polvo con un golpe hueco. El segundo vino rápido, cuchillo en mano, apuntando al vientre del forastero. Elías lo recibió sujetándole la muñeca. con un giro brusco torció el brazo hasta arrancar un crujido de hueso y el filo saltó de los dedos para perderse en la arena.
El hombre gritó, pero un codazo en la mandíbula lo derribó antes de que pudiera reaccionar. El tercero, temblando logró sacar la pistola. Abigaila oó un soyo. Al ver el arma brillar bajo el sol, pero Elías ya se movía. Un zarpazo de su bota golpeó la muñeca del pistolero desviando el disparo hacia el cielo.
El estampido retumbó en el desierto como un trueno lejano. Antes de que el hombre pudiera recuperar el arma, Elías lo empujó contra el suelo y lo redujo con una rodilla en el pecho. Solo quedaba uno que retrocedió un par de pasos buscando la aprobación de Véz, pero el jefe no dio la orden.
Su mandíbula estaba rígida y su mano descansaba peligrosamente cerca del revólver. Durante un segundo, el aire entero pareció congelarse. Los ojos de Véle se encontraron con los de Elías y lo que vio en ellos lo detuvo. No era furia ni amenaza. Era la serenidad de un hombre que ya había sobrevivido a demasiadas guerras, alguien que sabía lo que hacía y no vacilaba.
En ese instante, Vé entendió que si desenfundaba, no viviría para dar la siguiente orden. El silencio pesó como plomo. Finalmente, Vé escupió al suelo y masculló con rabia. Esto no ha terminado, forastero. Tú y esa muchacha pagarán caro. Hizo una de Man Brusco y los suyos, maltrechos y humillados, lo siguieron. Se alejaron a caballo, envueltos en polvo, dejando tras de sí una amenaza tan ardiente como el sol.
Elías respiró profundo, levantó la pistola caída en la arena y la arrojó lejos sin molestarse en guardarla. Luego regresó a su caballo. Con un gesto pausado, acomodó a Abigail entre sus brazos y volvió a montar. Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par, aterrada y al mismo tiempo fascinada por lo que acababa de presenciar. “Ellos volverán”, susurró con voz apenas audible.
Elías ajustas. Que lo intenten”, respondió y espoleó al caballo hacia el sendero que llevaba al serif del condado. Con el polvo aún fresco en el aire de la pelea, Elías encaminó su caballo hacia el pueblo vecino. El sol seguía ardiendo sobre sus espaldas, pero ahora no era lo único que quemaba.
La promesa de venganza de Vé ardía igual de fuerte como pólvora, esperando la chispa. La tarde se tenía de rojo cuando Elías cruzó con su caballo las calles polvorientas del pueblo vecino. La gente se apartaba al verlo llegar con una mujer medio desmayada en brazos. Nadie preguntó nada. Bastaba con mirar sus muñecas en carne viva para entender que traía consigo una historia pesada.
El caballo se detuvo frente a la oficina del serif. Desde el umbral salió un hombre de bigote canoso y paso firme, con el cinturón bajo y la mirada dura de quienes han visto demasiadas cosas para dejarse sorprender. “Vaya que sí”, murmuró el sherif entornando los ojos. Elías Macrae, pensé que ya estabas enterrado en tu rancho como un fantasma que nadie recuerda.
Elías bajó del caballo sin responder. Cargó a la muchacha en brazos y se la tendió al sherif. El hombre la tomó con cuidado y entre los dos la acomodaron en un banco dentro de la oficina. Está mal herida, dijo Jal examinando las marcas en su piel. Si el sol la hubiera tenido un par de horas más, no estaría aquí.
Abrió un cajón, sacó una jarra de agua y un paño limpio y comenzó a refrescarle la frente. Abigail se estremeció. Sus labios murmuraron apenas un gracias. Thomas H levantó la vista hacia Elías. Déjame adivinar. Sí, las veles. Elías asintió en silencio. El serp soltó un bufido, casi una risa amarga. Ese hombre lleva años pvoneándose como rey en ese pueblo.
Siempre supe que la ley de los tres días al sol terminaría rompiendo algo más que la espalda de los débiles. Hubo un momento de silencio cargado, como de recuerdos que ninguno quería nombrar. Finalmente, Jal añadió en voz baja, “Y tú, pensé que habías dejado atrás todo esto.” Elías lo miró fijo.
Lo dejé hasta hoy. Hal sostuvo la mirada un instante. Entre ellos pasó algo que no necesitaba palabras. El recuerdo de batallas pasadas, de noches en vela y de hombres caídos. El serit sabía exactamente quién era su viejo camarada y lo que había hecho en otros tiempos, pero también sabía que no era momento de nombres ni de apodos. Ese pacto de silencio seguía intacto.
Bien, dijo al fin. Si tú dices que la muchacha es inocente, yo te creo. Pero la gente no se conforma con creer. Necesitan pruebas. se levantó, acomodó su sombrero y tomó el rifle que descansaba contra la pared. He escuchado rumores de cargamentos de oro que nunca llegaron a destino. Números que no cuadran, cuentas ocultas.
Si Vées está detrás de eso, lo voy a descubrir. Elías asintió con un leve movimiento de cabeza. No pedía más. En los días que siguieron, el serif envió hombres de confianza a hurgar en almacenes y a interrogar comerciantes. Polvo en las cuentas, lingotes que desaparecían sin rastro, testigos que hablaban de tratos en la sombra, todo apuntaba a Vées.
Mientras tanto, Abigail se recuperaba en una pequeña habitación contigua a la oficina. Elías pasaba a menudo dejando pan duro, un jarro de café o simplemente su presencia silenciosa. Al principio, la joven hablaba poco. Las palabras se le quebraban como si el desierto aún la sujetara por dentro. Pero poco a poco comenzó a abrirse.
Habló de su familia, de la granja que había perdido, de como Vées la había señalado como ladrona sin prueba alguna. Elías escuchaba sin interrumpir con esa calma de hombre que ya no necesita llenar los silencios. De vez en cuando, bajo la luz de la lámpara de aceite, ella se atrevía a mirarlo directamente. Y aunque no lo decía en voz alta, en esos ojos veía algo extraño, un cansancio inmenso, sí, pero también una fuerza en la que empezaba a confiar.
No había promesas entre ellos, solo silencios compartidos, silencios que empezaban a pesar más que cualquier palabra. Pasaron algunos días. Los rumores corrían como pólvora en el viento. El shref Thomas Hell, con un puñado de hombres de confianza, había rastreado documentos, interrogado comerciantes, contado cajas de mercancía.
La verdad se armaba sola, lingotes de oro que nunca llegaron a destino, cuentas adulteradas, envíos fantasmas. Cada rastro conducía al mismo nombre, Silas Vélez. Una mañana, el serif y sus ayudantes se presentaron en el pueblo con Elías y Abigail a su lado.
Tanto la presencia de la autoridad como de la misma chica atrajeron la atención de los lugareños. La plaza estaba llena. Los aldeanos se congregaron en silencio, con los ojos clavados en ellos, mientras Vé salía de su oficina con el mentón en alto y el gesto de siempre, como si todavía fuese amo y señor del lugar. El Sharf Geon no levantó la voz, pero cada palabra que decía parecía desafiar la realidad en aquel poblado.
Aquí están las pruebas. Oro robado, cuentas falsas, mentiras repetidas. El señor Véz nunca ha protegido este pueblo. Se dedicó toda la vida a sacarlo, burlándose de cada persona en este lugar. mostró papeles, registros y cada vez resultaban testigos en medio de la gente que corroboraba lo que el serif iba relatando.
El tumulto murmuró: “Primero bajo, luego más alto.” Algunas personas en defensa de Vélez se empezaron a pelear con otras. Las caras endurecidas de años de obediencia comenzaron a cambiar. Donde antes había miedo, ahora asomaba furia. El Sharao terminó de leer los papeles, de mostrar los registros y de escuchar a los testigos.
Cada palabra era un clavo en el ataú de Silas Vélez. El jefe del pueblo, hasta entonces erguido como un roble, empezó a agitarse. Sus labios secos repitieron la misma palabra como un rezo desesperado. Mentiras. Son todas mentiras. Este pueblo salió de la oscuridad gracias a mí. Ahora es mucho más seguro que antes y la gente puede vivir tranquila.
Soy la ley aquí yo. Su voz, que antes era látigo para la gente, ahora sonaba hueca, como el eco de una campana rota. Los guardias que lo acompañaban se miraron entre sí. Unos apretaron la empuñadura de sus armas, otros clavaron la vista en el suelo. El aire estaba tan tenso que parecía un hilo a punto de reventar.
Entonces una mujer del pueblo de rostro curtido y ojos encendidos se adelantó y escupió a los pies de Vélez. El gesto cayó como una piedra en agua calma. El silencio se quebró cuando un viejo, de manos temblorosas, pero voz firme, levantó la frente y gritó. Tú nos condenaste a ver morir inocentes bajo el sol. Tú nos obligaste a callar mientras sufrían.
Y ahora sabemos quién es el verdadero ladrón. Un murmullo de furia recorrió la multitud. Se encendió como fuego seco entre las hierbas del desierto. Hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, todos avanzaron como una ola de polvo y rabia. Los guardias, asustados dieron un paso atrás. Uno de ellos miró a los ojos de Véz buscando dirección, buscando el mando de siempre.
Pero lo que encontró fue una mirada rota, nerviosa, donde ya no había autoridad, solo miedo disfrazado de soberbia. Uno a uno, los hombres bajaron la vista y soltaron las armas. Se apartaron despacio, dejando a Veles solo de frente ante la multitud. No rugió Vé retrocediendo mientras sus botas rascaban la tierra. Yo soy su protector. Yo soy su voz. Los he guiado todos estos años.
Pero nadie lo escuchaba. Ya la avalancha humana se le vine encima. Lo sujetaron de los brazos. Del cuello de su chaqueta lo arrastraron como a una bestia desbocada. El polvo se levantaba bajo la multitud enardecida mientras las maldiciones se mezclaban con gritos de victoria. Ni el serf pudo hacer algo en aquel momento. La turba actuaba con tal fuerza que ni un ejército los hubiera podido detener.
Elías observaba en silencio con el sombrero bajo. Abigail, con el corazón encogido, siguió cada movimiento mientras Vé era llevado hacia las afueras. El mismo terreno, las mismas estacas donde ella había estado atada, esperaba como un verdugo paciente. El olor a hierro viejo seguía impregnado en el aire. El polvo se pegaba a la piel mezclado con el sudor y la rabia del gentío.
Silas Veles pataleó, gruñó, maldijo, pero cada palabra fue tragada por el clamor del pueblo. Lo sujetaron entre varios y, aunque intentó resistirse, lo vencieron como a un animal cansado. Sus muñecas fueron apretadas con las mismas cuerdas que él había ordenado usar tantas veces. Sus tobillos se estremecieron al sentir las ligaduras y el sudor corrió por su frente.
Entonces, por primera vez en años, el pueblo entero vio en sus ojos algo distinto. No era autoridad, ni odio, ni siquiera furia. Era miedo, un miedo seco, crudo, el miedo del que descubre que el poder que lo sostenía ya no existe. Silas Veles alzó la mirada al cielo. El sol brillaba despiadado, clavándose en su piel, recordándole que no había escapatoria.
Gritó hasta que la voz se lebró. No, no pueden hacerme esto. En este pueblo temos principios y Dios lo conoce todo. Por favor, hermanos. Pero el sol no escuchaba y la gente tampoco. A unos pasos, Abigail sintió un nudo en el pecho. Sus labios temblaron al murmurar. Es cruel. Elías giró apenas la cabeza hacia ella, sus ojos duros pero serenos.
A veces, respondió con voz grave, una ley cruel se traga al hombre que la creó. Y quizá eso sea justicia suficiente. El pueblo se volvió de espaldas, igual que lo habían hecho tantas veces con otros, pero esta vez no era por miedo, sino por decisión. Nadie miró atrás. Dejaron al sol, al polvo y al silencio hacer el resto.
Y así la misma tradición que había condenado a inocente se convirtió en la tumba de su creador. Cuando la multitud se disolvió, solo quedaron los visitantes, el serif, la muchacha y el hombre silencioso que había roto las cadenas. El viento soplaba lento, arrastrando polvo sobre el cuerpo atado de veles. Esa tarde, en aquel lugar de arena ardiente, la tradición no murió.
se volvió contra quien la había usado para oprimir. Con el polvo del juicio todavía flotando en el recuerdo, Elías Macrae montó a caballo y se alejó del pueblo. Llevaba a Abigail con él. No quedaba nada allí para ella, ni hogar, ni familia, ni siquiera un lugar donde pudiese dormir sin sentir el peso de los ojos que la habían condenado. El viaje fue silencioso.
El desierto se extendía como un océano de piedra y arena, y la muchacha miraba aquel horizonte interminable con la sensación de estar dejando atrás una vida entera. El rancho apareció al fin, aislado, flanqueado por cercos gastados y un par de caballos que levantaron la cabeza al verlos llegar. La casa era modesta, de maderas viejas, pero sólida, como el hombre que la habitaba. Elías desmontó primero y ayudó a Abigail a bajar.
Sus botas tocaron la tierra seca y por primera vez en mucho tiempo no sintió cadenas ni miradas encima. Los días siguientes fueron de calma áspera. Abigail ayudaba como podía, acarreando agua, encendiendo el fuego, reparando ropa.
Elías trabajaba en silencio, como si cada movimiento de sus manos fuese parte de un ritual aprendido hace décadas. No intercambiaban muchas palabras, pero la presencia del otro se volvió natural. Una noche, el cielo se encendió con estrellas frías y el viento soplaba suave entre las tablas del porche. Elías se sentó en su silla de madera, encendió una pipa y dejó que el humo se elevara en espirales lentas.
Abigail salió poco después con un chal sobre los hombros. Se sentó a su lado sin pedir permiso. El silencio los envolvió largo rato. Solo el cri de los grillos llenaba el aire. Entonces, con voz baja pero firme, Abigail rompió la quietud. Nunca más quiero estar indefensa. Sus manos se apretaron sobre el regazo. Nunca más. Elías giró apenas el rostro hacia ella.
Sus ojos grises reflejaban el resplandor tenue de la luna. No respondió de inmediato, solo la observó como si esas palabras hubiesen abierto en su interior una puerta que había mantenido cerrada por años. Aquella frase resonó en lo más hondo de él, despertando una voz que había jurado enterrar, la del maestro, la del cazador, que había enseñado a otros a sobrevivir en un mundo sin piedad.
Una parte de él se resistía cansada del pasado. Otra entendía que en esa muchacha ardía un fuego nuevo, un deseo de no volver a ser víctima nunca más. Abigail lo miró con ojos claros, cargados de determinación. Y en ese instante Elías supo que su nombre ya no sería nunca más el mismo. Abigail de Auson había muerto bajo el sol del suplicio.
Lo que ahora quedaba era una joven mujer dispuesta a renacer. Victoria. Ese nombre flotó en su mente como un presagio. Victoria Torne. Elías no lo dijo en voz alta, pero lo guardó como quien atesora una semilla en la tierra seca, esperando que germine. El viejo ranchero aspiró hondo de su pipa y exhaló hacia el cielo.
Entonces, murmuró al fin, grave y lento, “Más vale que aprendas lo que el oeste tiene para enseñar.” No hubo promesas escritas ni juramentos solemnes. Solo un hombre cansado, una mujer renacida y una noche en que el viento llevó lejos el eco de unas palabras que cambiarían destinos. El pueblo había recobrado una calma frágil tras la caída de Vélez.
Los días pasaban lentos con la gente intentando aprender a vivir sin el peso de su viejo jefe. Esa calma se quebró una tarde cuando tres forajidos llegaron montados con ruido de cascos y voces roncas. Entraron de golpe al bar del pueblo, patearon la puerta y alzaron las armas. Todo lo que tengan, bolsas, monedas, anillos.
Vociferó uno con el acento de hombre acostumbrado a robar antes que a trabajar. Los parroquianos, apenas una docena de almas cansadas, obedecieron sin chistar. En cuestión de minutos, los ladrones llenaron bolsas con lo poco que la gente tenía, relojes heredados, arracadas de oro, monedas que valían para el pan de la semana. El miedo había vuelto al pueblo como una sombra vieja.
Al salir del bar, los forajidos reían cargando el botín, seguros de que nadie osaría detenerlos. Y entonces lo vieron. Por la calle principal avanzaba un caballo al paso lento, tranquilo, como si el polvo y el calor no existieran. En la montura, un hombre solitario, de sombrero bajo y porte sereno, cruzaba el pueblo después de comprar provisiones en la tienda de Eneres.
El sol lo recortaba contra el horizonte, no llevaba las manos en las armas, no hacía falta. Uno de los forajidos se quedó helado con el sudor frío bajándole por la espalda. Su voz salió rota entre terror y certeza. Por las barbas del [ __ ] Es él. Es ojo de águila. El silencio cayó de golpe sobre la calle.
Los otros dos bandidos lo miraron incrédulos, pero pronto el pánico les torció el rostro. Sin pensarlo, tiraron las bolsas repletas al suelo como si les ardiera en las manos y corrieron hacia sus caballos. Ni siquiera intentaron llevarse el botín. Montaron a toda prisa y espolearon a los animales hasta perderse en una nube de polvo. Los parroquianos, que apenas un momento antes habían entregado sus pertenencias llorando de rabia, contemplaron incrédulos como el botín quedaba regado por el suelo. Nadie entendía nada.
Tres hombres armados huían como si hubieran visto un fantasma. Elías siguió su andar sin variar el paso. El caballo lo condujo frente al bar, justo cuando los vecinos se agachaban a recoger cada uno lo suyo. “Buenas tardes, caballeros”, dijo tocándose el ala del sombrero con un gesto pausado, sin detenerse.
Los hombres y mujeres lo miraron boquiabiertos sin saber qué responder. Algunos apenas lograron sostenerle la mirada, otros apartaron los ojos con respeto reverencial. Elías continuó su camino. Su caballo siguió avanzando con calma hacia el final de la calle, rumbo a la salida del pueblo para encontrarse con la inmensa pradera. El polvo se cerraba tras sus pasos mientras el silencio quedaba flotando como un eco eterno.
Y así concluye una aventura más de nuestro forajido favorito, Elías, ojo de águila macrae. Por favor, comenta desde qué lugar de la creación nos estás escuchando. Recuerda que somos Ozak Radio. Dale like a este video y seguiremos trayendo nuevas aventuras para ti. No olvides comentar y hasta la próxima.