Sucedió en Coppel, quedaron encerradas, todas perdieron la v… Ver más

” LA TRAGEDIA DE COPPEL”. La historia de las seis mujeres que nunca salieron vivas.

Las llamas no mataron de inmediato. Antes del fuego, vino la desesperación.

10 de noviembre de 2010. Seis mujeres quedaron atrapadas dentro de una sucursal de Coppel en Culiacán, Sinaloa. Era tarde, casi las 10 de la noche, y realizaban el inventario, como tantas otras veces. Pero esta vez algo salió mal: el incendio comenzó, el humo se extendió y la única persona con llaves, el gerente, ya no estaba.

Buscaron salida, gritaron, llamaron. Nadie llegó a tiempo. La estructura del lugar, con cortinas metálicas reforzadas, se convirtió en su celda. Atrapadas, se refugiaron en un baño, donde hicieron las últimas llamadas de auxilio. Al final, los bomberos llegaron tarde, y cuando lograron abrir la tienda, solo encontraron los cuerpos calcinados, aún abrazados, como si intentaran protegerse de lo inevitable.

Las víctimas fueron identificadas como Mariana López Soto, de 24 años; Carmen Selene Moreno, de 26; Verónica Picos Bastidas, de 22, y Claudia Janeth Bernal Delgado, de 25.

Las otras dos mujeres son Rosa Imelda Félix Gamboa; y Perla Zapata.

Las familias no recibieron justicia. Coppel sigue operando, el caso sigue enterrado, y la única compensación para una de las madres es una indemnización de 2,300 pesos quincenales, el salario que su hija ganaba antes de morir.

Hoy, sus nombres apenas resuenan. Pero en esas paredes chamuscadas quedó grabada una historia que la empresa preferiría que nadie recordara.

Imagen: es una recreación de un incendio que ocurrió en las instalaciones de una tienda Coppel en Culiacán, Sinaloa el 10 de noviembre de 2010. Aunque el lamentable hecho ya tiene algunos años el fotógrafo Pablo Tonatiuh Álvarez decidió recrear la tragedia para que la gente no olvide lo que pasó.

Tenía doce años cuando mamá dejó la nota sobre la mesa de la cocina. Aún recuerdo el papel arrugado, la letra temblorosa: “No puedo más. Perdónenme”.

Tenía doce años cuando mamá dejó la nota sobre la mesa de la cocina. Aún recuerdo el papel arrugado, la letra temblorosa: “No puedo más. Perdónenme”.

Papá se había ido tres meses antes, sin nota, sin nada. Solo su ausencia llenando cada rincón de la casa como un grito silencioso.

Esa mañana desperté a Sebastián, que tenía diez años, a los mellizos de siete, y cargué a la pequeña Lucía, que apenas tenía dos. Les preparé el desayuno con las manos temblando, intentando que no notaran el pánico en mis ojos.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Sebastián.

—Salió temprano —mentí—. Vamos, que llegarán tarde a la escuela.

Así empezó todo. Llamé a la abuela, pero estaba enferma, sin recursos. Los servicios sociales habrían separado a mis hermanos. No podía permitirlo. Éramos todo lo que teníamos.

Abandoné la escuela. Conseguí trabajo limpiando casas, mintiendo sobre mi edad. Por las noches hacía tareas de costura. Dormía cuatro horas si tenía suerte. Les ayudaba con las tareas, cocinaba, lavaba, los llevaba al médico. Me convertí en madre sin haber dejado de ser niña.

Los años pasaron en un borrón de sacrificio y amor. Vi a Sebastián graduarse de la universidad, el primero de la familia. Los mellizos abrieron un pequeño negocio juntos. Lucía estudió enfermería. Yo nunca terminé la secundaria, pero no me importó. Ellos eran mi vida, mi propósito.

Cuando cumplí treinta y cinco, conocí a Daniel. Era paciente, amable. Por primera vez en veintitrés años, pensé en mí. Empezamos a planear una vida juntos. Había ahorrado algo de dinero, escondido en una lata detrás de la cocina. No era mucho, pero era suficiente para un pequeño apartamento, para empezar de nuevo.

Una tarde de octubre, llegué temprano del trabajo. La lata estaba vacía.

—Sebastián —lo llamé cuando entró esa noche—. ¿Sabes algo del dinero que tenía guardado?

Se puso pálido.

—Lo necesitaba —murmuró sin mirarme a los ojos—. Para invertir en un negocio. Te lo iba a devolver con intereses.

—Ese dinero era para mi futuro, Sebastián. Por primera vez en mi vida…

—¿Tu futuro? —me interrumpió, y su voz se llenó de un veneno que no reconocí—. ¿Y qué hay de todo lo que yo hice? ¿Crees que fue fácil vivir con tu sacrificio colgado sobre mi cabeza como una deuda eterna? Siempre la mártir, siempre la santa. Pues yo no te pedí que renunciaras a tu vida.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

—Yo tenía doce años —susurré, sintiendo las lágrimas quemando mis ojos—. Doce años, Sebastián. Y elegí quedarme porque los amaba. Porque eras mi hermano.

—Pues quizás no deberías haberlo hecho. Quizás habría sido mejor que nos separaran. Al menos no tendría que cargar con esta culpa cada vez que te veo.

Se fue sin cerrar la puerta. Me quedé sola en la cocina donde todo había comenzado veintitrés años atrás, sosteniendo la lata vacía entre las manos.

Daniel se fue dos meses después. No lo culpo. Sebastián nunca devolvió el dinero. Su negocio fracasó. Los otros hermanos tomaron su lado, uno por uno. Decían que yo los había controlado, que los había hecho sentir culpables toda su vida. Que era hora de que crecieran sin mi sombra.

Ahora vivo sola en un estudio pequeño. Trabajo en la misma casa que cuando tenía doce años, aunque ahora soy la jefa de limpieza. A veces me pregunto qué habría sido de mi vida si aquella mañana hubiera tomado una decisión diferente.

Pero entonces recuerdo las sonrisas de cinco niños alrededor de la mesa, las noches de cuentos antes de dormir, los abrazos apretados cuando tenían pesadillas. Recuerdo que alguna vez fui toda su vida, aunque ahora yo no sea nada en la de ellos.

El amor, aprendí, no siempre es correspondido. El sacrificio no viene con garantías. Y a veces, las personas que más amas son las que más profundamente pueden herirte.

Pero si pudiera volver atrás, si pudiera enfrentar a esa niña de doce años con la nota arrugada en las manos, no sé si le diría que hiciera algo diferente. Porque a pesar de todo, a pesar del dolor y la traición, fueron míos cuando más me necesitaban.

Y eso, tal vez, tenga que ser suficiente.

*El amor no se mide en gratitud, sino en la capacidad de dar sin esperar nada a cambio. Aunque duela. Aunque te rompa. Aunque al final te quedes sola con los recuerdos de lo que un día fuiste para alguien más.*

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