La Vida que Callé

Me llamo Josefina Morales y esta es la parte de mi historia que nunca conté completa. La gente suele ver a las mujeres como yo —cansadas, con las manos agrietadas y los hombros encorvados— y pensar que somos de hierro. Pero no. Una guarda silencios que pesan más que los años, recuerdos que arden como brasas en el pecho y que nadie, ni siquiera los más cercanos, llega a conocer.


La Decisión

Cuando acepté irme a California como cuidadora, lo hice con un nudo en la garganta. Mis hijos, Luis de 7 años y Carmen de 5, dormían cuando tomé esa decisión. Me acerqué a ellos, los abracé y me prometí:

“Voy a regresar. No importa cuánto tarde, voy a regresar y les daré una vida distinta”.

La prima de mi vecina me ayudó a conseguir un contrato para cuidar a una señora mayor llamada Helen, en San José. Al principio pensé que era un golpe de suerte, pero con el tiempo entendí que no existen las casualidades: ese trabajo me salvó la vida.

El viaje fue una mezcla de miedo y esperanza. Me temblaban las manos al pasar Migración, con el corazón en la garganta pensando que me descubrirían, aunque mi visa fuera legal. Cuando finalmente crucé la puerta del aeropuerto, supe que no había vuelta atrás.

La Casa de Helen

La señora Helen era viuda, con artritis en las manos y en las rodillas. Tenía 82 años cuando llegué. La casa era grande, con muebles de madera oscura, fotografías de familia en cada rincón y un jardín lleno de rosas que ella amaba

La primera vez que me miró, me sonrió con ternura.
—Josefina, ¿verdad? —dijo con voz quebradita.
Asentí, nerviosa.
—Bienvenida a mi casa.

No me trató como empleada. Me trató como persona. Me pidió que le hablara en español porque quería aprender, y en las noches me contaba historias de su juventud mientras yo le sobaba las manos entumidas.

Al poco tiempo, me di cuenta de que Helen también estaba sola. Sus hijos vivían en otras ciudades y apenas la visitaban. De alguna manera, nos hicimos compañía.


El Dolor de la Distancia

Cada día que pasaba allá era una batalla contra la nostalgia. Me dolía no ver crecer a mis hijos. Mandaba dinero a mi mamá para que ellos tuvieran comida, uniformes, lo básico. Pero cuando me mandaban cartas dibujadas con crayones, con garabatos que decían

“mamá, te extraño”, sentía que el alma se me rompía.

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